martes, 17 de febrero de 2009

13 de febrero

En Ataturk (aeropuerto de Estambul)

El viaje desde Madrid hasta Estambul se hizo quizá algo pesado; en cada intento que hice por dormir siempre intervenía algún grito inoportuno de un joven turco del grupo que tenia en los asientos de al lado.

Llegue al aeropuerto de Estambul, donde ahora me encuentro, esperando sentado la llamada del embarque en frente de un cartel en el que se puede leer: “Addis Ababa, salona guidini”, que en turco significa: “espere en la sala” (puede parecer que domino algo el turco, pero si se tal significado es porque a los pocos segundos el cartel luminoso cambia de idioma). El recorrido desde que abandone el avión anterior hasta mi posición actual no fue del todo fácil, tuve que pasar por arriesgadas pruebas intentando comunicarme con varios turcos de no muy buen carácter (algo que, según mi experiencia, es común en casi todos ellos), pero al fin “vi la luz en la oscuridad” (sin mala intención), cuando de lejos divise a un grupo de personas de raza negra que bien parecían etíopes, algo que confirme al ver parcialmente los pasaportes que sostenían en la mano. De esta manera ahora me encuentro en la espera, con la belleza de ese país paseándose en frente de mí mientras mi cabeza todavía se encuentra lejos de allí. Algo poco usual a mi derecha ocupa mi atención en este momento: un chico etiope actúa de forma acaramelada con una chica de unos 28 anos de aspecto “tipical english”, es decir, no demasiado delgada, con gafas, sonrisa a lo Ms Doughtfire (se que no se escribe así) y piel mas blanca que la nariz de Maradona (mi imaginación en estos momentos podría pasar a ser delirante). Bromas aparte, también me sorprendió el alto número de personas de raza blanca preparadas para coger el mismo avión que yo. Llaman al embarque, la recta final.

Primer contacto (ya en Addis Ababa)

Al salir del aeropuerto y después de líos y desesperaciones por temas de cambio de moneda, visado, maletas, controles, etc., un hombre no muy alto y de Buena apariencia se acerco a mi con tal confianza como si de niño me conociera, con una amplia y amigable sonrisa – Hola, necesita un taxi?, donde va?-, me dijo. Yo, que comenzaba a olerme la jugada, me hice un poco el loco diciendo: -En principio no; cuanto costaría uno a Seddist Kilo?-. Me contesto al momento: -Ah!, ¿donde las Misioneras de la Caridad?, pues te hago un precio especial por ello: 70 Birr-. Mirándole con cara de sorpresa le respondí: ¿70 Birr? ¡Un precio de caridad nunca subiría de 50!-. Así, tras varios intercambios de sutiles frases acordamos la cantidad de 60. ¡No podía ser sino regateando mi primera conversación en Addis!

Muy amablemente, el hombre me agarro la maleta más grande que llevaba, cargando con ella hasta la zona del parking, que estaba “poblado de taxistas “hambrientos de clientes”. Tras asistir expectante a un largo discurso por parte de mi acompañante a estos últimos, el que parecía el mas joven de ellos se acerco a mi con un coche destartalado del que daba casi grima abrir la puerta. Me ayudo con el equipaje y nos pusimos en marcha.

Sin intención de mostrarme pretencioso, mi curiosidad impulsaba mi persona a hablar con el conductor, el cual dominaba bastante bien el inglés, por lo que según nos alejábamos del aeropuerto fui lanzándole algunas preguntas que, muy educadamente me fue contestando. Estas versaban sobre las horas que diariamente trabajaba (decía que todas), lo que cobraba (no me lo dijo), el lugar que vivía en Addis, etc.

Finalmente, tras varios titubeos por encontrar dificultad en identificar la recién pintada puerta de la casa de las misioneras, llegamos a nuestro destino. Eras las 5.15 aproximadamente. Sinceramente, no llego a sorprenderme la amabilidad del joven (puede decirse de manera muy general que en esto son casi opuestos a los turcos) que, a pesar de haberme confesado que 60 Birr era muy poco dinero para una carrera tan larga (además ya se los había dado, pues se podía pensar que estaba allí esperando una posible propina), no dudo en ningún momento en esperar hasta quedarse seguro de que me quedaba “al cuidado de alguien”. De esto, entre otras cosas, deberíamos aprender de ellos los occidentales.

Ayudado por el guarda de la casa, que como el anterior cogió mi maleta más grande, rápidamente corrimos rampa abajo hacia la casa de los voluntarios, donde en principio me hospedaría. Para llegar aquí había que dar un rodeo al edificio de los enfermos, atravesar la gran cocina de leña y recorrer un largo pasillo hasta sobrepasar una pequeña puerta que impedía en paso del perro guardián durante la noche. En frente de la puerta, mi acompañante comenzó a gritar algo como: -Gerard, Gerard!- (según podía entender), supuse que seria el nombre de alguno de los voluntarios que allí hubiera... En efecto, a los pocos segundos se oyó el girar de la llave y la puerta se abrió dejándose ver la imagen de un hombre de rostro legañoso de unos cincuenta o sesenta anos que, con una gran sonrisa en la cara (a pesar de su reciente e inminente despertar), me invito a pasar, enseñándome lo que seria mi cama. Al rato descubrí mas datos acerca de el; realmente su nombre era Gerald, un irlandés de zona rural procedente de un pueblecito de 2000 habitantes a pocas horas de la cuidad de Cork, al sur de Irlanda que, haciendo honor a la hospitalidad que caracteriza a este tipo de gente, me ofreció previa presentación una taza de te a la que, visto que ya no quería irse a dormir, no hice ningún feo. Taza en mano seguimos hablando de nuestras ocupaciones, el tiempo que íbamos a estar allí, etc. hasta que se hicieron las 6.20, hora limite de salida si queríamos llegar puntuales a la misa, que comenzaba a un media. La capilla se encuentra en el mismo recinto, cerca de la entrada. En el camino vi de lejos a una de las “sisters”, que llamaba la atención además de por su precioso hábito, al que ya voy acostumbrando mi vista de tanto tratar últimamente con ellas, por el pálido y a la vez bonito color de su piel. Me acerque a ella y como no, su mirada transmitía la alegría que todas ellas tienen que, con el añadido personal de sus grandes ojos azules, activo en mi cara una sonrisa similar de manera casi automática. Era Josafat (no creo que se escriba así, pero así suena), la monja francesa de la que me habían hablado José María y Luis, dos amigos sacerdotes. Me presente a ella poniéndome a su disposición y a la del resto de las hermanas para aquello que pudieran necesitar, como y donde fuera en el tiempo que estuviera allí. Después de la misa salude a alguna más de ellas, las cuales casi me obligaron a que me fuera directamente a la cama a descansar. Así lo hice, pero no sin antes haber participado gustosamente en un gran desayuno al estilo Americano, compuesto de muesli con yogur, mermelada untada en panecillos y todo acompañado de un buen tazón de café etiope tostado delicioso, cuya cafeína no fue capaz de evitar que cinco minutos después, cayera en brazos del viejo colchón

1 comentario:

  1. Soy María, la de Burgos, que fue el primer año de proyecto a Etiopía, sabes???
    Que experiencia más bonita la que vas a vivir, bueno, la que ya estás viviendo.
    Me parece precioso, mientras leo tus palabras, ir imaginámdome tal cual lo que dices, ya que lo recuerdo perfectamente, el recinto, la capilla, la casa de los voluntarios... bueno, es que cómo no??? es inolvidable!!!
    Disfruta del amor que allí se repira, y de tu entrega!!

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